lunes, 13 de abril de 2020

Teledocencia confinada


Cuando, hace hoy exactamente un mes, salí del instituto por última vez me despedí de mis compañeros lanzando besos al aire y diciéndoles que nos veíamos pronto. Así lo creía realmente. Mientras caminaba por la calle, a la salida, veía a algunos alumnos despedirse dándose besos y abrazos (a pesar de la pedagogía sobre la necesidad de guardar las distancias). Otros, por su parte, tenían preocupación en la mirada. No obstante, creo que ni unos, ni otros, ni nosotros éramos plenamente conscientes de lo que se nos venía encima.

Ese fin de semana mi cabeza fue un hervidero. Quería encontrar la mejor manera de mantener el contacto con mis alumnos, de transmitirles calma y normalidad (dentro de lo posible) sin sobrecargarlos. Desde ese primer lunes, 15 de marzo, he intentado hacerles sentir que estamos cada uno en su casa, pero juntos. Y suena bonito, pero es muy complicado. El alcance, la influencia que puede tener un profesor ya es limitada en muchos casos, así que si le añadimos conexiones, pantallas y demás parafernalia, imaginad.

Y seguí adelante. Seguimos adelante. El lunes mis compañeros de claustro, yo misma y un montón de docentes más en todo el país estaban delante de sus ordenadores, tirando de los medios que tenían en casa (fuesen estos mejores o peores) para empezar con esto de la teledocencia. Yo tiré de mi tablet y mi ordenador personal, pero también le he estado requisando con frecuencia los auriculares gaming a mi pareja, que tienen un buen micro, porque, haciendo de la necesidad virtud y como siempre me atrajo la idea de ser locutora de radio, estoy tirando mucho de clases grabadas.

Durante este último mes he dado clase, avanzando materia con unos (va a ser difícil olvidar este curso pero, ¿qué me decís de los estudiantes de 2º de Bachillerato) y haciendo actividades que ayudasen a capear el temporal con otros (memes, mensajes de ánimo, canciones…); he evaluado cuadernos con fotografías imposibles; he hecho videoconferencias con mis alumnos, con compañeros de equipos educativos, con mi jefe de departamento…; he llegado a las casas de mis alumnos por correo electrónico, por Google Classroom, por teléfono y con ayuda de otros alumnos mejor conectados; he empezado las clases grabadas con poemas, con arengas motivadoras, tocando el ukelele … Cualquier cosa que creyese que podía sacarles una sonrisa en esta situación tan extraña. Y aún habrá cosas que me dejo en el tintero.

Y aún así siento que no es suficiente. Ese síndrome del impostor que cargo conmigo siempre se acentúa con la distancia. Me obsesiona no estar llegando, estar siendo más una preocupación que una ayuda en momentos en los que todos (los alumnos, sus familias, la sociedad entera) ya tienen bastantes preocupaciones. Echo de menos el trabajo en el aula, sus caras, sus salidas de pata de banco, sus expresiones de diversión, de confusión, de interés… Y pasa el tiempo, y esto se alarga y…

Y tengo que frenar y recobrar la calma porque eso es lo que quiero intentar transmitirles en un momento lleno de ruido: calma. No sé qué otras cosas están pasando a su alrededor, pero cuando se vuelvan hacia su profesora de Filosofía quiero que encuentren a alguien tranquilo.

Pero cómo cuesta a veces…